Archivo de la categoría: MICRORRELATOS

La obscenidad


Descubrí la obscenidad una noche de invierno. Nos escondimos en una habitación oscura en la que hacía frío. Pero sus pezones estaban calientes y devoré con ansias sus senos ocultos por debajo de una blusa.

Sabía que su madre estaría mirando desde la penumbra, tapando con su espalda y con su sombra la escena. Quizá también su hermana y una vecina. Al menos, nadie más podría observarnos. Sólo ellas.

Mientras, en el salón de la casa, sus maridos veían la tele. Justo cuando terminé de mamar, antes de expulsar los gases, dos tetas anunciaban leche en polvo.

El plagio / Nanorrelato

Su autobiografía resultó ser un plagio de su currículum vítae.

El melómano


Dijo que amaba la música cuando retiró el cobertor de un hermoso piano negro.

Luego, se sentó en un taburete y estuvo observándolo tranquilamente desde allí, antes de comenzar a relajar y estirar las manos con ligeros movimientos de dedos y muñecas. Repitió que amaba la música al acariciarlo, al levantar la tapa del teclado, al acercar el taburete y al colocar los pies sobre los pedales. Tocó unas cuantas notas armónicas después.

Una vez que el silencio volvió a la sala, estiró de nuevo los dedos y los colocó sobre el teclado del hermosos piano negro sin llegar a posarlos en él. Respiró hondo y cerró las manos.

Levantó los puños y, de súbito, aporreó las teclas haciendo salir de la caja de resonancia un sonido estridente. Repitió la misma operación tres veces y tres veces afirmó que amaba la música.

Descansó. Se puso de pié y retiró el taburete. Permaneció frente al hermoso piano negro durante unos instantes hasta que, agarrándola con las dos manos, arrancó la tapa del teclado de un tirón fuerte y seco. Con la tapa en la mano dio una vuelta alrededor del piano y comenzó a golpear con ella el bastidor haciendo saltar astillas por doquier. Con un susurro recordó que amaba la música y volvió frente al teclado para, con suaves movimientos de vaivén, hacer sonar arpegios tremendamente desafinados.

Se retiró y contempló de nuevo el hermoso piano negro, ahora deteriorado y dañado. Se retiró aún más, como tomando carrerilla.

Y corrió hacia el piano. Gritó que amaba la música en plena carrera y saltó al interior del bastidor reventando varias cuerdas. Volvió a saltar sobre el cordal y el clavijero hasta que no quedó ni una sola intacta. Saltó de nuevo fuera del bastidor y volteó el piano contra el suelo. Tronchó las patas, las hincó junto al mecanismo de percusión y se detuvo con los brazos en jarra.

Entre un reguero de astillas, cuerdas y teclas blancas y negras, y con la camisa blanca teñida de sangre roja, alzó los brazos, miró hacia el techo y con un bramido hizo retumbar en el auditorio lo mucho que amaba la música.

Tendido en el suelo, descuartizado y hecho añicos, quedó el hermoso piano negro.

Era negro zaino.

El último búho

búho

Hacía frío y tenía sueño, pero quería ser pintor.

Volvía del estudio recostado en el último asiento del último autobús nocturno con el cuello del abrigo subido hasta la barbilla. Miraba su propia cara reflejada en el cristal de la ventanilla por la oscuridad de la calle.

El último autobús pasó por debajo del puente de las vías del tren.  Había hogueras de cartón y palé  iluminando levemente la noche.

Por un instante, en el cristal de la ventanilla, se superpusieron la imagen de su cara y la escena de los habitantes de debajo del puente de las vías del tren.

Empañó el cristal con vaho y dibujó unos monigotes con el dedo.

Quería ser pintor, pero hacía frío y tenía sueño.