Desde entonces
me atormenta vaciarme sobre el caucho negro
de una cinta transportadora.
Me alarman los arcos de seguridad.
Los billetes me agobian.
Los pasaportes me angustian.
Me asfixio en los asientos numerados
-centro,
pasillo,
ventanilla-
con vistas todos a la misma pantalla
con la misma película.
El cuarto de baño separando
la clase turista
de la business class
me produce náuseas.
Me marea el perfume de las azafatas
y la voz inodora
del capitán.
De sólo pensarlo,
siento pánico al leer un destino
marcado
-con fecha y hora-
en un panel electrónico.
Tengo fobia al avión desde entonces,
el día
que aprendí a volar
en tus ojos.